Lincoln,
los abolicionistas del siglo 19, y Martin Luther King y su generación de
liderato negro heroico tienen que estar inquietos en sus tumbas lamentando sus
gestas y muertes en vano, porque al cabo de 165 años de heroísmo casi suicida
contra el racismo blanco en los Estados Unidos, las masacres se multiplican de
una esquina de la nación a otra, con el mismo reiterado leitmotiv: blancos, policías y racistas civiles a
tiro limpio contra los supuestos emancipados de Lincoln.
Se
trata de una nación armada --- su ciudadanía --- hasta los dientes, resentidos
por la política de igualdad humana oficialmente proclamada por el Estado
Norteamericano. La mitad de su
población, el Partido Republicano, apenas se ha enterado de la Constitución, de
la Guerra Civil a esta parte.
Se
trata de una población fascinada por las armas de fuego. Esa es su identidad. Lo ocurrido en Charleston ---
nueve asesinatos dentro de una centenaria iglesia --- constituye el uso más
macabro de esa fascinación con la violencia. Se trata de los Isis internos, que han mudado sus tiendas
morales --- del derecho de poseer armas de fuego y practicar el tiro al blanco
--- hacia la caza de negros indefensos frente a la prepotencia y el racismo de
sus cuerpos policíacos, de Nueva York a California, de Maryland a Tejas, de
Missouri a Charleston. ¿Cómo se
puede liderar al mundo desde esas catacumbas morales?
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