En el
año 1919 se realizó en París una Conferencia de Paz para reorganizar la política
mundial después de la derrota alemana a manos de los Aliados, encabezados por
la potencia indiscutible de los Estados Unidos. El Presidente Woodrow Wilson encabezó la delegación
americana a ese cónclave. Al cabo de más de un año de deliberaciones, se acordó,
además de castigar a Alemania con reparaciones punto menos que criminales, y crear
una organización mundial --- La Liga de las Naciones --- para que se encargara
de mantener la paz entre todas estas.
El
Senado de los Estados Unidos, enemigo acérrimo de Woodrow Wilson, rechazó la membresía
de los Estados Unidos en esa organización encargada de mantener la paz en el
mundo. De nada valieron las
repetidas invocaciones de Wilson en el Senado Republicano: fue derrotado. Pero se creó la organización, sin los
Estados Unidos, con sede en Ginebra.
En el augusto recinto de la paz mundial como ideal y como necesidad, se
oyeron por años brillantes
discursos sobre la paz y la concordia mundiales, destacándose entre ellos los
del delegado francés, el eminente orador Aristide Briand. Para nada, pues sin los Estados Unidos
no existía seguridad de contar con suficiente fuerza moral y militar para
asegurar el cumplimiento de las obligaciones para con la paz del mundo por los
otros miembros.
De ese
hueco militar, politico y moral, nacieron y se criaron Hitler y el Nazismo.
Hoy
vivimos una peripecia política y moral comparable. Las mejores y más experimentadas mentes de Occidente, en una
alianza sui generis de naciones, europeas y asiáticas, en respaldo a los
Estados Unidos, han producido un respaldo sin precedentes a los Estados Unidos
y su Presidente y Secretario de Estado, para un acuerdo con Irán para impedir
que se convierta en una potencia atómica en el sentido militar.
¿Quién se
opone? El cavernario Senado
Republicano, que prefiere la guerra a la paz como alternativas.
“Mientras
más cambian las cosas más permanecen igual”, dicen los franceses.
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