Las
crisis económicas y financieras resultan devastadoras para toda la sociedad,
porque repercuten a todos los niveles sembrando impotencia, desesperanza e
incapacidad para ejercer las funciones básicas de la vida: salud, comida, albergue,
educación y seguridad personal.
Por eso esas crisis tienen que atenderse desde y por el Estado, porque
son masivas y abarcadoras de toda la comunidad como ente político y moral.
Pero
existen peores crisis que la económica o financiera, que exigen como respuesta
una toma de conciencia más profunda que la meramente económica o financiera,
porque se trata de la existencia misma del ser humano, su derecho a la vida y a
la felicidad, a su vida familiar privada y a la seguridad dentro de los
confines de su castillo, su hogar.
Hace
dos días una comunidad y un hogar de Guaynabo --- la comunidad donde yo resido
--- fue asaltada por la especie de criminalidad más bárbara que se recuerde en
Puerto Rico. Dos sociópatas
endemoniados asesinaron a una familia feliz, tranquila, trabajadora, a menos de
100 metros de mi residencia, en una comunidad que en los 35 años que poseo y
vivo, no había registrado ninguna alteración significativa de la paz.
Los que
estamos dedicados, como líderes o como ciudadanos particulares, atentos a las
cuestiones colectivas de la economía, las finanzas, el empleo, los programas
masivos de educación y salud y seguridad, no podemos quitarle la vista al
hogar, a la convivencia, a la experiencia escolar --- para hablar de sueldos y
retiros, bonos y vacaciones. Muchas
veces la urdimbre de la formación valorativa, de conductas y actitudes, se difumina
por los entresijos de lo colectivo, y no vemos a las personas --- porque la
sociedad es grande, y el Estado y la política nos ciegan, y el bosque no deja
ver los árboles.
La
salvajada de Frailes de hace dos noches nos recuerda que el mal existe, y que
no es meramente ausencia de bien.
Las dos
fieras salvajes que fulminaron a mis vecinos de Frailes pasarán el resto de sus
miserables vidas donde merecen, lejos de la sociedad de los humanos.
No me
sorprendería, ni objetaría tampoco, que sus nuevos compañeros de celda le
administren las primeras lecciones de la pedagogía carcelaria. Y no merecen que el Estado les proteja
de esas enseñanzas preliminares.
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