El talón
de Aquiles de la democracia como sistema político, esto es, la elección por el
pueblo cualificado de los oficiales de gobierno para que respondan con sus
decisiones de las promesas hechas y las necesidades palpables de la ciudadanía,
es la pérdida de control democrático de la conducta oficial. Usualmente se entiende por el gobierno
el Poder Ejecutivo, que es el que administra, y se da poca importancia al
Legislativo y al Judicial. Pero la
eficacia y productividad de un gobierno envuelve a las tres divisiones de la
administración política.
Después
de las elecciones “democráticas” los incumbentes favorecidos por el voto del
pueblo tienden a hacerse los suecos:
ni miran, ni oyen, ni entienden el clamor público por honestidad,
competencia y productividad.
Excepto en los escasos momentos luminosos de la historia --- Pericles en
Atenas, Cicerón en Roma, Lincoln y Roosevelt en los Estados Unidos, Winston Churchill en Inglaterra y Luis
Muñoz Marín en Puerto Rico, la democracia y las elecciones son una cosa y las
necesidades y expectativas del pueblo son otras.
El
poder, el prestigio de la seudo honorabilidad del dinero, honesto o deshonesto,
desalojan del alma del político la supuesta motivación original de servirle al
pueblo como el honor más alto de sus vidas. Entonces la democracia se torna hueca, mero cascabel
altisonante para cazar incautos.
Eso es
lo que hemos estado viviendo en Puerto Rico, por dos generaciones políticas
ya. El contrato democrático se
viola impunemente, y se frustra la ilusión a fuerza de engaños y mentiras y
aleteos triunfalistas.
¿Qué le
queda al pueblo, con voluntad de darse a respetar? Le queda lo mismo que autorizó a los detentores del poder
ilegitimado: su voz, su palabra,
su indignación, aplicados a la próxima convocatoria electoral: el voto.
Lo único
que hace temblar al político falso y hueco es el voto: que gane el adversario y lo desalojen
de la frágil cumbre del poder mal utilizado.
He
venido sosteniendo la tesis de que se nos han acabado en Puerto Rico los
partidos, los líderes, y los candidatos “menos malos”. No nos ha producido lo que pensábamos,
ni han representado diferencia alguna frente al supuesto peor derrotado.
Los políticos
aprovechados que se consideran “menos malos” le tienen pánico a perder ---
porque pierden no sólo la elección, sino su falso prestigio y sus prebendas, oficiales
y laterales. ¿No sería conveniente
entonces amenazarlos con votar por los ciertamente peores? Eso sí que les llamaría la atención. Ello sería, además el único control democrático
que le queda al pueblo, ya que, en ese caso, ni “menos malos” son. ¡Piénselo! ¿O cree el lector que esa es una medicina muy fuerte?
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