Tras
una breve ausencia navideña de este espacio, reanudo hoy la conversación con
mis interlocutores habituales. Lo
hago para señalar, como inicio del nuevo año, los diversos componentes
conceptuales de los dos asuntos planteados en el título de estas breves líneas.
Con
respecto a la política debo analizar tres componentes, que en sus ambigüedades
marcan la diversidad de actitudes que despliega el político en una
democracia. En primer lugar, la
voluntad de poder, el deseo narcisista de desplegar sus alas a la vista de
todos, como el pavo real enamorado de su bello y abultado plumaje. Sin ese narcisismo y deseo de
protagonismo no hay voluntad como fuerza de arrastre al trabajo, a la puja
conflictiva con los otros que andan en lo mismo. Ese es el combustible de la democracia.
Sin esa
ambición en el plano político no hay función creativa desde las instituciones
del Estado. Pero eso no
basta. Tienen que existir, en
segundo lugar, en el alma del político aspiraciones de acción y decisión
posibilitantes de una mejor vida para los ciudadanos que quiere representar o
ya representa. La aspiración es
deseo, voluntad, regateo con los otros para acceder al poder. La función desde el poder es otra: es trabajo, ejecución, sacrificio,
inclusive para negarse a sí mismo, mientras la afirmación como voluntad de poder es pura fuerza y ambición
egocéntrica.
Para
obtener acuerdos suficientes con los otros para lograr sus afanes, el político democrático
tiene que transar, negociar, para lograr lo lograble, lo posible. El secreto está en no convertir ese
realismo en cinismo, o su insistencia en lograrlo todo de una vez mediante la ideología y la demagogia: pueblo, pueblo, pueblo, cuando en
realidad está pensando en sí mismo, en su recaída al narcisismo y gratificación
individual egoísta. El tercer
componente consiste de la capacidad para lograr acuerdos sin claudicar
principios.
La
pregunta es obligatoria: cuando
escuchamos o leemos sobre el anuncio de una candidatura, ¿estamos ante nobles y
elevados propósitos y la capacidad para realizarlos, o estamos ante buscones de
nombradía y figureo narcisista, hueco, cojo y manco? Cada votante en la democracia tiene que hacerse esas
preguntas temprano, antes de escoger y marcar la papeleta.
En el
asunto de la marihuana se nos plantean consideraciones paralelas. Ante el planteo honesto e ilustrado del
Senador Pereira, ¿cuáles son las actitudes de los legisladores de la Cámara? ¿Objeciones fundadas en hechos y
estudios objetivos, o exhibicionismo demagógico, mirando a las gradas, con el
miedo ignorante como sombrilla, con la prioridad única de salvar su pellejo
partidista ante los gritos opositores del fundamentalismo pentecostal y la
beatería católica?
Muchos
de esos cacareantes contra el proyecto tímido y conservador de despenalizar la
yerba no pasan, a ninguna hora del día, las pruebas de alcohol que se
suministran a los conductores, y sus vías respiratorias disparan nicotina
tabacal en el aliento. Pero le
gustan los impuestos de esas dos drogas mortales y legales, para con ellos
reclamar obra realizada.
¡Con
ilustrados y valientes como esos no vamos a ningún lado como pueblo! Esas son las otras yerbas resultantes,
que ya nos han arropado.
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