Durante
la segunda parte del siglo 19 Puerto Rico contó con una cabeza clara, que unida
a su voluntad férrea, transformaron una colonia oprimida por el despotismo
español en una comunidad política autónoma, que bien gobernada pudo haber
sacado a Puerto Rico de la desesperación moral y la miseria económica. Asistido ese despotismo por sus
alcahuetes locales, que se llamaron a sí mismos “incondicionales” se sumió el País
en la degradación moral y el hambre física.
Aquella
cabeza clara se llamó Luis Muñoz Rivera: educador incansable, orador elocuente, periodista implacable contra el
despotismo, español y local, tuvo siempre una idea precisa de cómo transformar
la Isla sufrida en una nación democrática y progresista. Pero la Guerra Hispanoamericana le robó
a él y a Puerto Rico el fruto de su heroísmo cívico, destruyendo aquella, la
primera autonomía significativa del País.
Al
concluir el primer tercio del siglo 20, su vástago, poético y político, Luis
Muñoz Marín, otra cabeza clara, asumió la piedra de Sísifo para llevarla otra
vez a la cima de la montaña autonómica, la autonomía del Estado Libre Asociado,
no completa, no perfecta, pero con suficiente gobierno propio como para servir
de instrumento de desarrollo en todos los órdenes del País. Hasta que sus sucesores la han
disminuido en la acción, aunque no en su naturaleza intrínseca.
¿Y qué
es una cabeza clara? Es una que no
se deja llevar por la costumbre incrementalista del uso, sino que rompe con las
formas, los hábitos de la complacencia y la parálisis hacia horizontes claros,
posibles, con voluntad y clarividencia.
Se
trata de la ingente fuerza del creador histórico, a contrapelo de las encuestas
de opinión del pueblo confundido y timorato. En otras palabras, se trata de arquitectos de la historia
futura, no de albañiles taparrotos de la casa destartalada que se habita.
Don José
Ortega y Gasset, que es el padre del concepto de “las cabezas claras”, no encontró
en la antigüedad más de dos ejemplos.
“Cabezas claras”, decía, “lo que se llaman cabezas claras” no hubo en la
antigüedad sino dos: Temístocles y
César.
El
primero, político y estratega del siglo sexto antes de Cristo, frente a un superávit
del tesoro de Atenas, producto de unas minas, se resistió a gastarlo en bonos
--- como hacen nuestros solones ---
y advirtió: “detrás del
horizonte están los persas de Jerges y Altajerges, y vienen hacia acá” y dedicó
el sobrante a una marina de guerra.
Con ello salvó a Atenas de
aquella invasión y conquistó un imperio para ella. El segundo, Julio César, sacó el poder romano de las
intrigas y luchas dentro de Roma, y lo dirigió hacia afuera e impuso su poder,
en las Galias, por ejemplo. Desde
afuera hacia adentro creó una arquitectura imperial imbatible, que le legó a
Augusto, el arquitecto de la Paz Romana.
Ante
las grandes crisis de la historia --- grande, como en Roma, o pequeña como en
Puerto Rico ---, se necesitan “cabezas claras”, no relacionistas públicos. En otras palabras, necesitamos
arquitectos, no albañiles tapando rotos.
Porque con tapones de jabón en la estructura del cántaro, si las lluvias
arrecian, no hay salida.
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