El Juez
Federal Daniel Domínguez es una persona sencilla, afable y simpática, pero
padece de un mal aparentemente incurable en la fraternidad de que forma
parte: la federalitis, que lo
ciega para todo reclamo de derecho del gobierno y los ciudadanos de Puerto Rico
cuando es un gobierno popular quien lo reclama. En ello forma una trilogía fatídica con los jueces Pérez Jiménez
y Fusté.
Menos
mal que existe el Primer Circuito de Apelaciones de Boston, desde donde en
forma masoquista les complace ser revocados con demasiada frecuencia por el
americano.
El caso
resuelto esta semana por Domínguez --- descontando la incompetencia y chapucerías
de ORIL, la agencia reguladora de la industria lechera --- demuestra una total
insensibilidad para el consumidor puertorriqueño, que atraviesa por una crisis económica
sin precedentes desde los años treinta del pasado siglo. Porque la prudencia debió dictarle al juez
que el derecho, técnica y abstractamente aplicado, no existe en el vacío. Que al otro lado de su calle Chardón
existe una humanidad doliente y una crisis manifiesta en la industria lechera, que
demandan sentido común y sabiduría en la determinación de las cortes.
Esa
justicia absoluta e intuitiva, que debe ser valor primario en un juez, repudia
las decisiones mecánicas del derecho, especialmente cuando los demandantes
representan emporios millonarios de empresarios de aquí y de afuera: una multinacional peruana y un magnate
puertorriqueño, de apellido Jaime Fonalledas, de Suiza Dairy y Tres Monjitas.
Estos
emporios reclaman unos daños cumulativos mediante cálculos de papel, pero siguen
operando y ganando dinero, por lo que los daños sufridos consisten en el alegato
de que debieron ganar más, aunque los comedores escolares de las escuelas y los párvulos de la familia pobre se
queden sin leche porque Perú y Fonalledas necesitan más ganancias millonarias.
¡Qué
clase de puertorriqueños nos gastamos en el Tribunal Federal de Hato Rey!
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