El
primero que echó manos de esta explicación espuria para su fracaso --- como gobernante y como político ---
para justificar su flaco rendimiento administrativo, especialmente en su último
cuatrienio de gestión ejecutiva, fue Rafael Hernández Colón.
Nuestro País tiene una Constitución
clara, completa y de vanguardia.
No está escrita en mármol, ni descendió del Monte Sinaí como ordenada
por Dios, con un carácter “absoluto” en todas sus disposiciones sobre derechos
individuales. Disfrutamos --- cuando
no se viola o pisotea --- de una democracia funcional: gobierno por
consentimiento, proceso electoral --- cuando no se somete a un fraude masivo,
como el del Municipio, Alcalde y Policía de ese ridículo que se llama “Guaynabo
City”.
Que
Puerto Rico tiene graves problemas de convivencia, de pobreza y marginación, de
criminalidad y economía, y de relaciones con Estados Unidos y el resto del
mundo, nadie puede dudarlo. Tiene
problemas de corrupción administrativa especialmente dentro del Poder Ejecutivo
estatal y municipal. Otros países
los tienen igual.
Tiene
problemas de un desarrollo económico estrangulado por causa de la iniciativa de
Carlos Romero, Pedro Rosselló y Luis Fortuño para matar la Sección 936 de la
Ley Federal (código) de Rentas Internas.
Tiene problemas de Salud, porque los billones de dólares --- federales y
estatales --- se desvían hacia aseguradoras con fines de lucro, para que ellos
decidan los servicios que ofrecen al pueblo. Tiene graves problemas de educación publica: corrupción, incapacidad académica,
burocratización casi criminal.
Se
organiza la política democrática precisamente para conjurar con lo que se pueda
esos problemas. No existen
soluciones totales, absolutas, finales.
Toda conquista social --- entre conflictos, diversidades e incompetencias
--- es parcial, incremental, relativa.
El reclamo de lo “absoluto” en asuntos cambiantes me causa urticaria
intelectual. Porque no se puede
responder a una situación revolucionaria en sus conflictos con la complacencia
conservadora de que hay que adorar las cosas como están, porque están.
El
cambio social aborrece los “absolutos”.
Por eso hay que diferenciar lo que se protege en derecho --- el de la
fianza, por ejemplo --- y lo que ha demostrado la experiencia en una sociedad cambiante,
que exige cambios gubernamentales también. La sociedad vive el cambio, o lo sufre. Y entiende la necesidad de adaptar,
cambiar, lo que un día se consideró “absoluto”, por una readaptación práctica,
a la luz de la experiencia vivida.
No se
trata de abolir derechos, sino de adaptarlos a las circunstancias nuevas, a la
luz de la mejicanización criminal
de nuestra sociedad.
Se
trata mucho menos de que la comunidad sea “ingobernable”. Se trata de que la realidad cambia y
las capacidades de los gobernantes también. No se trata de “tirar la toalla” de la ingobernabilidad ni
de conservar, contra la
experiencia de su inutilidad, derechos “absolutos”. Se trata de gobernar, con sentido común, pragmáticamente,
por gobernantes ilustrados en sintonía con el devenir social que exige
soluciones nuevas.
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