Edward
Meyer, un físico y filósofo francés de la ciencia de principios del siglo
pasado, gustaba de expresar en términos humanos las penurias del científico que
quiere compartir con su público las dificultades de la lógica y del lenguaje científico. A esa compulsión y necesidad la llamó
“el demonio de la explicación”.
Tarea
difícil esa, cuando el interlocutor no es un científico, sino parte del público
curioso, ávido de saber cómo funciona la máquina del mundo físico, sobre lo
cual Meyer era experto. Con todo y
eso, ese demonio no podría ser más difícil y complejo para explicar que lo que
es el mundo político para líderes y seguidores. Porque sobre la dificultad de las explicaciones existe un
error de bulto cuando se compara la ciencia natural con la política y la ética. La noción común es que la ciencia es
difícil y la política es fácil. Lo
correcto, sin embargo, es todo lo contrario. La ciencia es fácil, a partir de una inteligencia promedio,
y la política difícil. ¿Cómo es
esto así, a contrapelo, se supone cándidamente, del sentido común?
La
ciencia, dados los experimentos y las generalizaciones que ellos producen, es cuestión
de semántica correcta y procesos lógicos de inferencia y aplicaciones. Porque se trata de un proceso
exclusivamente intelectual, lógico, como diría Juan Jacobo Rousseau, “en el
silencio de las pasiones”. El
discurso político, por el contrario se da frente a un material respondón: las emociones, pasiones, intereses,
ideas e ideologías que nada tienen, las más de las veces, de rigor lógico, semántico,
o puramente demostrativo. Así que
imagine el lector, si la ciencia natural es difícil y complicada, cómo será la
“ciencia política”, que versa sobre las pasiones e intereses humanos, demasiado
humanos. Aquí la “explicación” no
es meramente demónica, sino laberíntica.
De lo
anterior se desprende que la tarea del político --- y la del ciudadano ---
lidiando inevitablemente con la complejidad humana, con su variabilidad, con
sus especificaciones individuales, o grupales, se convierte no solamente en el
“demonio de la explicación” de Edward Meyer, sino en el infierno de Babel de
voces, que es una campaña política y una administración de gobierno.
El físico,
el biólogo, el naturalista en general, explican lo que les parece mínimo para comunicarse
con sus pares. En el límite, sin
dejar de ser científico, explica si le da la gana y hasta donde le da la
gana. El político explica o
perece. Su necesidad y obligación
es explicar y explicarse. “Take the people into his confidence”,
como lo diría un angloparlante.
Porque el político, en la democracia, vive o muere con las explicaciones
--- con la educación política como asignatura obligatoria de todos los días.
En la
historia política de Puerto Rico no existió jamás un explicador, un educador más
obsesivo --- a la altura de la necesidad de su pueblo --- que Luis Muñoz Marín,
en cuyo honor nombramos nuestro Aeropuerto Internacional, ahora vendido por
Luis Fortuño y Alejandro García Padilla.
De 1938
a 1964 Luis Muñoz Marín gobernó al País en hombros de su pueblo. El respaldo que este pueblo le ofreció
no era fortuito. Era el producto
de una sostenida pedagogía política mediante la cual el maestro aleccionaba
sobre la totalidad y la interrelación de los problemas que lo torturaban. Quien lea sus Memorias de 1940 a 1952
tiene que concluir que la responsabilidad política con el pueblo no se cumple
con apariciones esporádicas de reclamos parciales sobre asuntos ad hoc. El pueblo necesita saber cómo las
soluciones de un sector afectan a los otros y como la visión total es necesaria
para acreditar un curso de acción particular. Porque la estrategia de comunicación contraria, de pedazo a
pedazo, lejos de ir complaciendo a grupo por grupo, también puede ir enojándolo
porque no se percibe un enfoque global. Usted no puede reducir las pensiones de los pobres,
dejar intocadas las pensiones exageradas de los altos funcionarios retirados,
de la Rama Judicial, de la Administración Ejecutiva y de las alcaldías y
suponer que está haciendo justicia.
¡El
demonio de la explicación exige más … mucho más!
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