No
tengo que aclarar mucho que cuando hablo de la Universidad sólo me puedo
referir a la Universidad de Puerto Rico, la única que merece ese nombre, por su
historia, por las alturas académicas que alcanzó en mejores tiempos. Lo demás es viruta: colegios
comerciales, técnicos de bajo nivel, “trade schools” como le llamaba Robert
Maynard Hutchkins, el ilustre reformador de la educación superior en los
Estados Unidos.
Tenemos
en Puerto Rico como una docena de instituciones de muy modesta calidad, que a
poco de establecerse por razones de lucro, se ponen como adorno el nombre de
“universidad”, para mantenerse con las becas Pell, como verdaderos traganíqueles.
La
Universidad de Puerto Rico es la única que ha dignificado su nombre a lo largo
de sus 110 años de desarrollo.
Hubo un momento, de 1942 a 1972, que alcanzó un desarrollo y un
prestigio, en America Latina, el Caribe, y aún el los Estados Unidos, que honró
su intrínseca naturaleza de saber universal, teórico, práctico, y productivo de
artes y profesiones a la altura de los tiempos.
Esas décadas
gloriosas las presidió Don Jaime Benítez, y dos generaciones de jóvenes académicos
que cultivamos la educación general, liberal, la educación especializada, y las
profesiones que contribuyeron al desarrollo de Puerto Rico, en Derecho, Administración
Pública, Administración de Empresas, Planificación Económica y Social, Educación
y Trabajo Social, entre otras disciplinas que eran parte del proyecto de Puerto
Rico. A aquella Universidad le
dediqué 40 años de mi vida. Porque
en aquellos tiempos --- en el gobierno y en la Universidad --- había proyecto
de creación y transformación, a diferencia de la nada que hoy nos angustia.
La
historia de ese proyecto, articulado en cada discurso de Don Jaime, o de Abrahán
Díaz González, o de Don Luis Muñoz Marín, necesita tratamiento más completo y
más extenso. Aquí meramente lo
señalo como contraste a la anemia intelectual que sufre el País, desde
Fortaleza hasta La Torre.
Sólo
quiero señalar hoy que ese proyecto universitario ha sido mancillado,
implosionado, por la mediocridad bipartita criminal con que hoy se destruye la
Universidad.
Un
Presidente tonto, punto menos que analfabeto, desgracia con su idiotez el
nombre y lo que queda de realidad en la Universidad, que reside en su claustro académico y sus
estudiantes. Responsabilidad por
ello recae en los dos partidos de gobierno, y en sus recientes
gobernadores. No hay concepto, no
hay idea, no hay proyecto universitario.
A los cinco meses de unas elecciones supuestamente decisivas para salvar
el País de la corrupción criminal de Luis Fortuño, tal parece que es él quien
gobierna, porque no hay valor, ni carácter, ni voluntad, ni comprensión política
de lo que vive el País para por lo menos ofrecerle una esperanza creíble.
La
Universidad ha pasado, en los últimos diez años, de ser un orgullo nacional y
universal, a ser una vergüenza cotidiana, a los cinco meses de haber el pueblo
votado por su rescate. ¿Para qué
sirve la democracia?, se preguntan muchos. Pues sirve, cuando menos, para decirle la Verdad al Poder.
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