El
mortuorio silencio, la pasividad que anuncia la mortandad del espíritu cívico,
la aparente indiferencia al crimen que sufre a manos de los que administran “la
cosa pública”, el Bien Común, preocupa
en dos dimensiones, ambas moralmente trágicas.
Por un
lado, ese silencio puede significar complacencia, aceptación, conformidad con
el castigo que el gobierno de Fortuño le inflige
en todos los órdenes de su vida.
Representa debilidad de espíritu, docilidad ante el foete del poder,
del que debiera ser su poder, delegado a los que ahora lo engañan y lo oprimen,
mientras como ganga mafiosa se reparten sus recursos y le niegan los servicios.
Por el otro pudiera
significar ese silencio la convicción, la seguridad, de que ya ese pueblo ha
concluido lo que para los espíritus avisados es patente: que la traición de
Fortuño y el robo organizado que
preside desde Fortaleza y el PNP es tan obvia que no necesita expresión y
discusión pública que interrumpan su silencio, porque ya el pueblo sabe lo que
va a hacer el 6 de noviembre próximo.
Ahora bien, ni el
silencio que es docilidad pasiva --- consentimiento al abuso del poder o
incapacidad moral para la indignación --- que facilita, explica y justifica esos
atropellos, ni el silencio estratégico, metódico, en espera del 6 de noviembre,
son buenos para la democracia.
Claro está, existe una
explicación más sencilla y directa para ese silencio: la persecución implacable
contra toda disidencia por el estado totalitario en marcha cotidiana.
El régimen criminal
que ha impuesto Luis Fortuño requiere repudio, expresión indignada, palabra
altiva que le recuerde al País que el poder y los recursos públicos son
patrimonio del pueblo, y no de los Fortuños y Roger Iglesias, de los Edwin
Mundo y Ray Chacón, de los Pedro Figueroa ni de los delincuentes en las
cárceles federales y en la Legislatura PNP.
Para eso se necesita que
el pueblo hable, como habló de 1938 al 1940, bajo la inspiración educativa de
Luis Muñoz Marín, que hoy revive con elocuencia y voluntad, Eduardo Bhatia.
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