En la edición
del pasado 27 de diciembre, en la página 35 del The San Juan Star, la
columnista norteamericana Linda Greenhouse nos recuerda, en un brillante artículo
de actualización histórica, que la Constitución de los Estados Unidos es, en
sus palabras, “a work still in progress”.
Utilizando
las reflexiones del Juez Thurgood Marshall y Warren E. Burger, Juez Asociado
del Tribunal Supremo federal el primero y Juez Presidente el segundo, se afirma,
con ejemplos históricos que representan el dramático cambio que ha sufrido la
interpretación de aquella Constitución desde 1787, que la interpretación
literal, como documento disecado que no sólo representa el pasado sino que
tiraniza sobre el presente y el futuro, constituye una lectura miope y torpe de
lo que es una constitución. Porque
¿cómo puede interpretarse literalmente, como las tablas de la ley de Moisés,
haciendo abstracción de la vida, de la historia, y de las transformaciones que
el tiempo imprime a las sociedades?
Los
derechos de los ciudadanos norteamericanos que una vez hubiesen sido esclavos,
los derechos de la juventud a participar en el proceso político, los derechos
de la mujer al voto, a igual tratamiento en el empleo, su derecho al aborto, el
derecho a la sindicación de los trabajadores, en su mayor parte se han logrado
por reinterpretación de la misma Constitución de 1787.
Esa
historia le debe decir algo al Presidente de nuestro Tribunal Supremo. Porque la Constitución del Estado Libre
Asociado no puede interpretarse como pesada losa fría a utilizarse contra una
legislación necesaria y razonable por el hecho de que le toque el bolsillo y
los privilegios de los jueces. Si así
se confirmara, estos jueces, a todos los niveles, pasarían a nuestra historia
como mezquinos, insolidarios, incapaces de obrar a la altura de los tiempos y
las crisis que nos aquejan.
Existe
otra razón por la cual el Tribunal Supremo debe cuidarse de pervertir el
principio ético de que no se puede ser justo cuando se juzga como juez y parte
a la vez. Por esa razón se descalifican
a diario actuaciones en las corte que presentan ese conflicto de interés. La mujer del César tiene que ser, además
de honesta, parecerlo. No hay
posibilidad alguna que en este caso el Tribunal --- a cualquier nivel --- lo
parezca, y menos que lo sea.
Existe
otro principio, operacional en la tradición constitucional y judicial de los
Estados Unidos, que le impone a los jueces la obligación intelectual y ética de
favorecer --- cuando se enfrentan a decisiones legislativas --- aquella interpretación posible que
exprese su deferencia hacia las ramas políticas --- democráticas --- del
Estado, para no imponerle a los representantes del pueblo una camisa de fuerza
judicial.
Esperamos
que en este conflicto de intereses --- la estabilidad financiera del Estado
contra unos dólares más o menos de los jueces --- impere la razón del pueblo.