La
insigne filósofa hebrea Hannah Arendt nos ha legado iluminadores estudios sobre
el totalitarismo, principalmente el nazi de Alemania y el fascista de Italia y
España: Hitler, Mussolini y
Franco, con sus correspondientes aplicaciones a Rusia, y Cuba en estos días,
por más de medio siglo.
Como
contraste palmario con esos totalitarismos, en que un hombre o un grupo se
atribuye a sí mismo el monopolio de la verdad y la virtud --- a palo limpio, de
cárcel y muerte contra los que reclaman libertades individuales y civiles
contra las pretensiones omnímodas y omniscientes del Estado.
La
fuente moderna de impugnación de ese totalitarismo lo ubicó la profesora Arendt
en el pensamiento político que gestó la revolución norteamericana, cuajado en
su Constitución y en su praxis política de dos siglos. Destaca para ello la estudiosa que John
Adams, el segundo Presidente de la nación --- de 1797 al 1801 --- sentó la base
filosófica para la esperanza republicana y democrática de un gobierno justo y
eficaz. Porque, decía John Adams,
esa esperanza y posibilidad sólo se afinca en la realidad si el político
considera la felicidad pública como su propia felicidad, porque la primera es
condición de la segunda. Piense,
si no, el lector ¿cómo sería posible el político feliz que gobierna sobre una
sociedad desgarrada, violenta, empobrecida y escéptica, en otras palabras,
infeliz?
Tal
intuición filosófica y valorativa plantea nada menos que el abismático problema
de la motivación en la vida pública:
¿a qué va el político a esa vida pública, si no es a producir, con sus
muchas o pocas luces, la felicidad pública, condición de su propia felicidad?
Recientemente le escuché expresar al ex Presidente
Bill Clinton un pensamiento gemelo al de John Adams. “La vida privada”, dijo, “es mucho más deseable que la vida
pública, pero eso es así sólo si la política lo permite”.
Aplique
el lector esa doctrina --- que yo suscribo --- a nuestra presente condición política
y social en Puerto Rico. ¿Es
posible optar por el retiro a la felicidad privada huyéndole a la infelicidad
pública que nos rodea? ¡Piénselo!
“The heaviest penalty for declining to rule is to be ruled by someone inferior to yourself.”
ResponderEliminar― Plato, The Republic