La
pasada semana en los Estados
Unidos y en el mundo democrático --- en realidad o aspiración --- reverberó
triunfante el recuerdo del discurso revolucionario y profético de Martin Luther
King en la esplanada y rectángulo de los monumentos más notorios y simbólicos de Washington.
En la
historia norteamericana habría que regresar a Abraham Lincoln, para notar en su
Gettisburg Address la más sencilla, excelsa y elocuente expresión de liderato
moral y de capacidad intelectual para articularla. Pero la ristra de elocuencia esclarecedora de los dilemas a
que se enfrentan situacionalmente los pueblos empezó en la tradición occidental
con el discurso de Pericles a los atenienses, al cabo del primer año de la
Guerra del Peloponeso entre Atenas y Esparta, en el 430 antes de Cristo.
Téngase
en cuenta que el discurso, como expresión retórica, no consiste de palabrería altisonante, sino de lo que Aristóteles
dictaminó como la verdad expresada con elocuencia. Cada uno de los grandes discursos de la historia supone a un
líder articulando los valores operantes e ideales de su sociedad, marcando
principios rectores y direcciones de movimiento al colectivo que representa.
Entre
Pericles y Martin Luther King existe una pléyade de líderes elocuentes que movieron
el alma colectiva de sus pueblos hacia alturas antes no contempladas. Marco Tulio Cicerón en Roma dignificó
el género del discurso hacia políticas de justicia y de paz republicana en su tiempo,
y ello le costó la cabeza a manos del brutote de Marco Antonio, a cuyos matones
le exigió que lo hicieran con eficiencia y propiedad.
No
tengo espacio en estas líneas para hacerle justicia a los numerosos líderes
elocuentes que marcaron rumbos de grandeza a sus pueblos. Por eso tengo que saltar de Cicerón a
Winston Churchill, quien a raíz de la catástrofe del ejército expedicionario
inglés en las playas de Dunkirk en 1941, al heredar el manto del poder ---
regresando del exilio político en la hora más negra de esa guerra --- a fuerza
de elocuencia sumada a la trágica verdad, prometió al pueblo inglés “sangre,
sudor y lágrimas”, en vez de la retórica hueca del triunfalismo mendaz. Es en esa honrosa tradición de verdad y
elocuencia que se inscribe el discurso de Martin Luther King de 1963.
En
nuestra tradición política tenemos un discurso y un líder que creó esperanza, que realizó transformaciones,
que educó a su pueblo, a partir de la verdad, amarga como era el 11 de
noviembre de 1940, tras una victoria que llamó “grande y precaria”. Grande en la significación y en la
esperanza que sembraba. Precaria
--- la verdad por delante --- por su escaso margen.
¿Cuándo
vamos a aprender que la palabra, si va a ser eficaz para enderezar la acción,
tiene que cimentarse en la verdad, y no en el bla, bla, hueco del triunfalismo
bobo?
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